Aunque cualquier
parecido con la realidad es mera coincidencia, éste no es el caso de
nuestra historia de hoy, porque los hechos acaecidos tienen lugar, hora y hasta
protagonistas con nombre y apellidos. Él, un joven arquitecto; ella, una
bicicleta de paseo de corte moderno, muy acorde con el propio look urbano de nuestro protagonista y fiel
compañera de viaje, pues juntos van a diario a Sevilla en tren de cercanías. Decía Christopher Morley que "Seguramente la bicicleta será siempre el vehículo de los
novelistas y los poetas". Puede que así sea, y es que mi amigo un buen día me confesó que pertenece a la “Poesía Secreta”, un desconocido y
selecto club cuyos socios se dedican a escribir poesía para sí mismos por puro
deleite y que nunca publican el resultado de su creatividad.
Pues bien, fue lunes cuando pasó lo que le pasó. Una mañana
que se le hizo larga, muy larga. La tarde anterior, tras recuperar su cansancio
con una ligera siesta, y después de dedicar también toda noche del domingo al
estudio de sus exámenes finales, se da una ducha y se pone lo primero que
encuentra, que es ropa deportiva blanca, y hasta ropa interior del mismo color
se pone, de pura coincidencia. Mirándose piensa “pues no que parezco que voy a una fiesta ibicenca” y sonríe. Pero
la mañana llega y el despertador le hace una trastada, o realmente estaba muy
cansado. El caso es que se pone un pantalón azul
oscuro casi negro, bastante desgastado pero una de sus prendas favoritas,
una camiseta y tardando lo mínimo sale que se las pela en su bici camino de la
estación.
Después de sacar rápidamente su billete en la máquina
expendedora y tras pasar por los recién instalados tornos de acceso y salida,
observa que su tren está en el último andén, y para allá que sale corriendo. Baja
al túnel y una vez vuelve a salir a la superficie, se da cuenta de que el tren
se va, que se está yendo, que lo ha perdido, vaya. ¡Comienza bien la semana! Resignado,
se sienta en un banco y se dispone a comenzar la lectura de una nueva novela, pero
en ese momento se le cae su marcapáginas al suelo. Sin levantarse del banco,
junto a su compañera de viaje, estira el brazo izquierdo para recoger del suelo
su marcapágina, y en ese estiramiento corporal lateral oye el inconfundible
sonido-ruido de la rotura de una tela, la de su querido pantalón: Desgarro entre perneras, zona inguinal, trayectoria
única entre diez y doce centímetros de profundidad. Y lo peor de todo es
que se ve desde lejos el blanco
reluciente de su ropa interior por la rotura del malogrado pantalón. ¡Vaya tela! ¿Y ahora qué?
Mientras valora la dimensión y efectos del daño, se le han
quitado ya las ganas de leer. Además, tampoco puede volver de nuevo a su casa:
los tornos son un obstáculo para volver a salir (“tornos de no retorno”, en
clave poética). Así que no le queda más remedio que tomar el próximo tren
pensando en cómo solucionar su inminente problema o contratiempo: comprar un pantalón nuevo, adquirir sólo un
slip color negro y disimular, o no hacer nada y no moverse en toda la mañana
una vez se siente en la Escuela. Ya en la capital, valiente él, se dirige a
su destino subido en su exclusiva bici, con lo que la dimensión del rajón de su maltrecho pantalón puede ir
y de hecho va en aumento. Sabiendo que piensa mejor con el estómago lleno, en
su cafetería de referencia pide el desayuno especial de la casa, de esos que te ponen tostada completa con todos
sus avíos, café y zumo. Así de camino hará tiempo para que abra el comercio de
chinos que hay en la zona, pues como es sabido (o eso creía él) en los chinos
hay de todo.
A las nueve, con puntualidad británica, abre el establecimiento de origen asiático de
la misma China. Espera un poco a que un joven dependiente, que ha podido
comprobar apenas entiende ni habla el castellano, encienda las luces y se
coloque detrás del mostrador. Entra, divisa el variadísimo género de forma
rápida pero analítica y ve que pantalones de vestir no tiene, si acaso unos
coloridos y floridos pantalones como de chándal. ¿Y calzoncillos o slip negros?
Sólo para niños, y bien pequeños. Intentar ponerse semejante miniatura le
habría dejado sin circulación sanguínea de cintura para abajo, con riesgo grave
para su salud y peligro cierto de su futura procreación. ¡Dios mío! ¿Y si compro hilo,
aguja y hago un apaño? El set de hilo y agujas que vendían allí no era para
un apaño concreto, sino para el de un ejército completo. No venden una aguja y una bobina, no, venden un set con cantidades industriales de
distintos tamaños y colores de unas y otras.
Cada vez más nervioso nuestro apurado amigo, no sabía que
estaba a punto de rematar la faena cuando hace su entrada en el local el
supuestamente padre del joven dependiente. Al preguntarle por un pantalón como
el que lleva puesto hace gestos negativos con la cabeza. Señalando una aguja e hilo, igualmente ofrece negativas.
Y entonces, al bueno de mi amigo no se le ocurre otra cosa que mostrarle de
forma explícita al chino su pantalón roto y señalarle el color blanco de su
ropa interior que resplandece sobre fondo oscuro de pantalón. ¡NO, NO, NO! Decía gritando el chino
haciendo aspavientos con los brazos acompañados de enérgicos movimientos
negativos de su cabeza ¿Qué pensaría el
hombre? Mi amigo, colorado como un tomate, y bastante abatido, sale a la
calle, coloca la bicicleta en el bicicletero, la asegura por si acaso con doble
cadena (sólo faltaba que hoy se la robaran), y resignado entra en la primera
clase del día, andando disimuladamente y
sentándose con las piernas muy juntas ¡Vaya
día!
Pero como mi amigo es un hombre de recursos, ya más
tranquilo y con cierta perspectiva, determina que si hay que coser, se cose. Al pasar delante de la copistería y
papelería de la Escuela (Técnica Superior de Arquitectura) camino de su clase, la
escena del momento le dio la solución: una chica poniendo grapas a varios cuadernos
de apuntes. Pues eso mismo: hace unas fotocopias que necesita, pide la
grapadora, y ¡ahora te la devuelvo en un
momento! Se va al servicio, se quita el pantalón y con mucho cuidado pespuntea
grapa a grapa la rotura del pantalón hasta hacerla desaparecer. “Bien, no se mueve nada, no se ve lo blanco”.
Y así esboza su primera media sonrisa, más o menos satisfecho de la solución encontrada, que aunque provisional y
con fecha de caducidad inminente, le servirá para acabar su agitada mañana sin
más incidencias. ¡Menos mal!
No le contó nada a nadie y aguantó estoicamente hasta el
mediodía. Nada más llegar a su casa, tiró la prueba de sus peripecias por estar
más que amortizada la prenda, y cuando me lo contó todo con todo lujo de
detalles unos días más tarde, ni él ni yo dejamos de reírnos a carcajadas y a
lágrima viva un buen rato con sus tribulaciones, sobre todo imaginándome yo la
cara del chino ¡NO NO NO! ¿Qué pensaría que le estaban pidiendo? ¡Están locos estos españoles! En fin,
cosas que pasan. Termino esta historia
con bicicleta con una frase de Conan Doyle, que aunque muy buena, no
siempre y en todo momento es aplicable, como por ejemplo a mi amigo en aquella
mañana del mes mayo: "Cuando
el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte
difícil conservar la esperanza, simplemente sube a una bicicleta y date un
paseo por la carretera, sin pensar en nada más".
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